May 29, 2007

Quizá con este.

Ella.

Miércoles por la noche. Me preparaba para salir de la oficina cuando Ella llegó. Cabello negro y piel blanca. Sus trágicos ojos verdes combinaban perfectamente con su vestido de diseñador y las lágrimas rodaban por sus mejillas. No supe sí fue la escasez de casos en las últimas semanas, la necesidad de emoción e intriga en mi vida o los encantadores labios de aquella mujer en desgracia. Lo cierto es que no me pude negar a ayudarla, habían matado a su hermano.

Encendí un cigarrillo. Bajo la gabardina empuñaba mi viejo revólver que tantas veces me había salvado la vida. Mis piernas temblaban desde algunas calles atrás, cuando me di cuenta de que un sujeto de traje negro me seguía velozmente. Un automóvil me cerró el paso, un golpe en la cabeza. Sólo recuerdo las gotas de lluvia cayendo sobre mi rostro.

La nariz rota, una ceja abierta y dos costillas fracturadas. Me liberaron cuando se convencieron de que desconocía el paradero de Ella o el dinero. Me ofrecieron cinco grandes por encontrarla. Acepté de mala gana. Al parecer Ella había robado las ganancias del negocio de su amante, ya saben: dinero sucio de un hombre sucio. El dinero no bastó. Por si fuera poco, mataron a mi socio para asegurarse de que les haría el “trabajo”. Me empujaron fuera del auto.

No me había sentado a descansar cuando, esa misma noche, Ella me llamó por teléfono. Salí presuroso de la oficina y sólo alcance a ver el rotulo de la puerta: Spades & Blaine. Investigadores Privados “Tendré que llamar al conserje del edificio para que quiten su nombre”, pensé. Una hora después estaba el bar de aquel hotel lujoso. Ella estaba ahí, hermosa como siempre. Me besó. La noche, su cuerpo, todo era perfecto.

Cuando desperté ya se había ido, sólo dejo una nota: “Te espero esta noche en la vieja mansión a las afueras de la ciudad…”. Decidí ir por un trago antes de reunirme con Ella. Todo iba bien, el resto del día pensé en aquellos ojos verdes y en las últimas palabras escritas en la nota: “Te amo…” Uno reconoce el amor cuando lo ve, ahí estaba. Soñé despierto durante el largo trayecto.

Al llegar a la vieja casona observé dos coches. Reconocí su automóvil y el otro se me hizo familiar, apenas ayer había sido arrojado desde ese vehículo. Busqué mi revólver pero no estaba, quizá lo había dejado en aquel hotel. Temeroso y desarmado toqué el timbre varias veces, aparecieron dos grandes ojos verdes. Lloraba.

Aliviado, pasé y me serví un poco de whiskey. Confesó que había robado el dinero a su amante y por eso mataron a su hermano, que en realidad era su esposo, de un tiro por la espalda. ¿De verdad me amaba? No lo sé, pero me gustó pensar que era cierto. Hizo una oferta que no pude rechazar: escapar con ella y el dinero, dejar todo atrás, tener una vida juntos en Sudamérica y quizá una familia. No lo dudé y acepté. Minutos después, Ella subió a hacer sus maletas, ya saben: ropa y objetos de valor sentimental. Mientras esperaba abajo, vi una puerta entreabierta que sacudió mi curiosidad y decidí echar un vistazo.

Ahí estaba mi revólver, junto al cadáver de su amante y su compinche. No fue difícil imaginar lo que sucedido unas horas antes. Descolgué el teléfono y marqué. Siempre hay una trampa.

No pudo ocultar su sorpresa cuando llego la policía. Una vez más suplicó por mi ayuda, juró que me amaba, que estaríamos juntos por siempre. Comenzar una vida de nuevo con tres millones de dólares y una hermosa esposa suena increíble, pero no a ese precio. Recuerdo perfectamente lo último que me dijo antes de subir a la patrulla: “No sabía lo que estaba haciendo, no sabia nada. Yo no sabía nada, excepto lo mucho que lo odiaba, pero yo no robé nada. Yo no fui ¿me crees, verdad?” me limité a responder: “Cariño, me importa un carajo”.

Encendí un cigarrillo y me largué de ahí.

Otro perdedor...

Réquiem reptiliano

Rozagantes reptiles, reticulados, reptan rigurosamente reunidos. Reportan, requisando, representaciones reposteriles: repollos republicanos, rábanos retóricos, rabiacanas rubicundas. Rogonamente reclaman regalías racionalmente repartidas.

Reptantes rabadillescos roñosos, refunfuñan respuestas robóticas. Rumbean, rapean, rockean. Ruborizadas retroceden. Rodean ramadas ralas recordando rosas rojas. Respingan ruidosamente, runrrunean ruiseñorialmente. Repentinamente rebotan, rezagadas revezan.

Ríen. Regocijadas reinan rubios regalíces regenerados. Regias rigen, reglamentariamente, raíces restituidas, rabiacanas renovadas. ¡Radiantes reinas radicosas! Rascuñan rufetas, roen rosbifes romerados ramplonamente rellenos, ricos ravioles rebosados.

Recurrentemente releen, refitoleadas, runas religiosas refinadamente relabradas. Rebeladas, resabias raquíticas, reniegan: “Rabiamos realezas rotundas”. Retiradas resguardan. Retan “¡Revolución!”. Resultados: regicidio. Repican. Ritualmente recitan réquiem, retorromano, rememorable. Resuelven represalias reprobables: “Reinstauraremos restrictivos reinados romanescos”. ¡Retartalillas! responden.

¡Razia! Rorrescas resorteras recetan raudas rocas. Ruines rapacetes: rasuran ramas, recovecos, rendijas, rehoyos, rincones. Reptan revueltas. Regresan retorcidas, resquebrajadas. “¡Rematadlas!” recomienda Rodrigo. Renegridas, repodridas. Resucitan…

Un cuento perdedor...

Agnus Dei

El fin está cerca. El fin está cerca. El fin está cerca. Es un pensamiento constante y repetitivo. Una y otra vez esta presente, tanto lo has repetido que estás seguro que, de un momento a otro, llegará el fin. Lo piensas de nuevo: “El fin está cerca. El fin está cerca.” Te balanceas de izquierda a derecha ansioso, no quieres que llegue el fin. Lo niegas rotundamente, pretendes el olvido pero, como con todas las pretensiones, sabes que no es cierto y que ahí está. Inminente.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve… Cuentas antes de que el fin llegue. Se acerca. Está cerca, muy cerca. Más cerca de lo que uno cree. El fin es como la cucaracha, se esconde cuando enciendes la luz y, cuando la apagas, sabes que ahí está. Diez, once, doce, trece, catorce, quince… Sigues con la cuenta pero no sabes hasta donde llegarás si te enfrascas en esa numeración.

El fin está cerca, dieciséis, el fin está cerca, diecisiete, el fin está cerca, dieciocho, el fin está cerca, diecinueve, el fin está cerca, veinte. ¿Esta llegando o llegará? Comienzas a dudar de la espera y del retrasado fin. “Quizá llegué, quizá no”, eso no importa tanto, sigues contando: veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis…

¿Y si no llega el fin? ¿Qué caso tiene seguir esperando al fin, sí un buen día, como hoy, llegará? Veintisiete, veintiocho. El fin está cerca, veintinueve, el fin está cerca, treinta. El fin está cerca, treinta y uno, el fin está cerca, treinta y dos, el fin está cerca, treinta y tres, el fin está…

Agnus Dei qui tollis percata mundi dona nobis pacem.